Con los escraches de la PAH han aparecido las discordancias latentes entre un régimen en crisis y una casta política acostumbrada a la estabilidad. Las quejas de los políticos austericidas ayudan a entender la mentalidad que se instaló en la sociedad durante las décadas que sucedieron a la derrota política obrera que dio lugar a la constitución de 1978. Una clase trabajadora en permanente reflujo, recompuesta a nivel sociológico, integrada en el sistema a través de sus propias organizaciones, que utilizaba la protesta desde un prisma defensivo basado en la reacción-negociación, acostumbró a la opinión pública dominante a una moral de la súplica. Nada podía ser exigido fuera de los canales establecidos por el régimen. Todo lo que huyera de esos parámetros era condenado al aislamiento y por lo tanto, a la marginalidad y a la destrucción.
Los escraches de la PAH suponen una grieta profunda en ese esquema consensual. La fuerza de este tipo de acciones no está tanto en las acciones mismas, que están siendo llevadas a cabo por una minoría activa, sino en la ruptura que generan en un consenso que solo favorece a la clase burguesa y que condena a la miseria a la mayoría de la población. El disenso es lo que temen los de arriba: ese cuestionamiento de sus reglas, del sentido común hegemónico es lo que atacan a través de la invención de patéticos fantasmas como
ETA.
Declaraciones como las de
Esteban Gonzalez Pons, en las cuales se quejaba amargamente del acoso al que está siendo sometido, plantean múltiples preguntas más allá de la obvia repugnancia que sentimos por el personaje. En primer lugar, es curioso que la descripción que hace el diputado del PP de su escrache coincida con la de los que sufren un desahucio: aporrear la puerta, violentar la intimidad etc.. Luego, por supuesto, con su habitual cinismo, soltó la perla que suele ser la piedra de toque de todo chantaje emocional: mis hijos, niños inocentes, sufrieron el escrache. No basta con señalar con que este señor miente, ni la obviedad de que las protestas deben evitar la socialización del sufrimiento para continuar teniendo el apoyo de la mayoría social. Lo que revela este gesto cobarde es l
a voluntad de la clase dominante de soslayar los problemas escondiéndose tras inocentes (¡como si el susto de sus hijos fuera más grave que el susto de un niño desahuciado!) , su voluntad de evitar el conflicto, en definitiva, su oposición a la resolución de los problemas.
El mecanismo de
“la cortina de humo” es algo que los movimientos sociales tienen que afrontar si o si. Vivimos en una sociedad en la cual, como ya advertía Marx, las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante. Es necesario pues, darle un trasfondo táctico y estratégico a la utilización de un determinado método de lucha. Al contrario de lo que piensan determinadas concepciones estetizantes de la política, la PAH entiende una acción no como una imagen en el sentido vulgar de autoafirmación identitaria, nostálgica y mistificada, sino como
un instrumento para hacer política. El escrache no es defendible porque ataque al enemigo como un rayo de rabia, no es una forma de
desahogo: es positivo en la medida contribuye a generar
una conciencia colectiva que transforma “la moral de la suplica” en una “ética de la emancipación”, es decir, es útil porque acelera la ruptura del mecanismo de funcionamiento social basado en “pedir” e introduce la capacidad de “exigir”. Vocación de mayoría y emancipación no son dos cosas que se puedan separar.
Cualquier ética liberadora tiene que tener vocación de mayoría para poder vencer. El peligro de que determinados ambientes se emborrachen de vanguardismo siempre está presente en la política. Lo que demuestran
Ada Colau y sus compañeras es precisamente lo contrario: que una minoría es representativa si huye del aislamiento, si es capaz de generar consensos a través del
disenso. Todo lo contrario le ocurre a nuestra parasitaria burguesía embarcada (¿irremediablemente?) en la dinámica opuesta . Lo que temen los de arriba no es la acción violenta. Es obvio que para ellos hay un componente de violencia en los escraches, en la medida que es una acción que quiebra lo preexistente, que les
plantea una situación incomoda a través de una actuación ofensiva. Sin embargo, para la clase trabajadora, estas acciones son todo lo contrario de una acción violenta. Al revés,
abren la posibilidad de solucionar el problema de la permanente violencia ejercida contra los oprimidos, les permite dejar de ser víctimas para transformarse en sujetos. ¿Hay algo que libere más espacios pacíficos que eso? Los escraches son acciones que abren grietas en la violencia permanente que sufren los proletarios, abren una la posibilidad de ruptura con la violencia estructural (como tanto le gusta decir a Gallardón) sistémica. En definitiva, suponen
la aparición de una desconcierto en las filas enemigas que quizás sea potencialmente aprovechable para construir una dinámica de lucha política construida en torno a la confrontación antagonista. Lo que temen en realidad los políticos y los bancos (y por eso son positivos los escraches) es la introducción en una nueva dimensión del término “lucha” en la sociedad de clases.
En su magnifica obra
“Los justos”, Albert Camus se plantea a través de una serie de personajes basados en el movimiento narodnik (populista) ruso una serie de dilemas morales sobre lo justo y lo no justo de las acciones políticas.
El escritor francés, con todas sus grandes virtudes, planteaba siempre los dilemas desde una óptica muy unilateral. Para el, los dilemas morales siempre se planteaban en torno al individuo, a sueños y anhelos no vinculados al movimiento social realmente existente. La burguesía siempre tiene esa tendencia tan irritante: para ellos, su bienestar personal está por encima de las contradicciones sociales, lo que es violento y lo que no es violento se valora en función de sus intereses materiales como clase. La acusación de violencia contra los que se rebelan se convierte así en una metafísica para justificar una injusticia. Y detrás de toda metafísica lo que se esconde es ni más ni menos que la voluntad de preservar lo existente.
Es necesario pues romper de una vez por todas con la disociación artificial entre métodos y fines. Para un revolucionario, son dos conceptos unidos dialécticamente, “en relación de paralaje” que diría Zizek. Acción y objetivos están unidos como las dos caras de una moneda por el canto.
Una acción es útil no porque sirva de desahogo, sino porque permite ir performando una alternativa política para los desposeídos. Aquellos que como
Cayo Lara vergonzosamente declaran que “comprenden pero no son partidarios de estos métodos” cabe preguntarles si pretenden escalar la montaña sin caminar. El problema también se complica más cuando aquellos que debería contrarrestar la tendencia al aislamiento se inhiben de sus presuntas funciones.
El escrache es
un medio que sirve al fin de señalar culpables. El reto de todos y todas es ahora convertir los escraches en acumulación de fuerzas, extender aún más las reivindicaciones de la
PAH, extendiéndolas y vinculándolas a otros campos de la lucha antineoliberal, llevando el proceso desde las resistencias hasta el problema inevitable del poder político. La PAH, entre otras, ha demostrado que
la inteligencia colectiva es capaz de tener visión táctica. Nos toca entre todos y todas, asumir esas lecciones y construir estrategia.
Brais Fernández.
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